Vivimos en un mundo que gira al ritmo de potencias ansiosas por ejercer fuerza, reclamar influencia y producir sentido desde arriba.
Washington, Pekín, Bruselas, Moscú, incluso Nueva Delhi, compiten por imponer marcos, sistemas, doctrinas.
Todos quieren ser el centro.
Todos quieren hablar.
Pero nadie quiere escuchar.
Mucho menos mirarse.
Y sin embargo, lo que el mundo más necesita hoy no es otra potencia, ni otro tratado, ni otra coalición.
Lo que el mundo necesita es un espejo.
Una mirada capaz de reflejar el absurdo del juego, su violencia estética, su repetición tóxica.
Y ese espejo no puede venir del centro.
Solo puede venir de un borde lúcido.
Desde el sur.
No el sur como víctima.
No el sur que mendiga acceso a mercados o reconocimiento diplomático.
No el sur con la cabeza gacha y la retórica reciclada.
Sino el sur que observa, piensa y se atreve a señalar las coreografías imperiales sin necesidad de imitarlas.
Uruguay —país sin vocación expansionista, sin pasados coloniales, sin poder militar ni ambiciones geoeconómicas— puede ser ese espejo.
Y no por debilidad, sino por libertad.
Porque cuando no estás obligado a ganar, podés permitirte comprender.
Y cuando no tenés que dominar, podés pensar más allá del guion.
Eso no significa neutralidad: significa lucidez estratégica.
Desde esa posición excéntrica podemos ver, por ejemplo, cómo la inteligencia artificial dejó de ser una herramienta para volverse una forma de dominación cognitiva.
En el norte se celebra el “avance tecnológico” como si fuera emancipación, mientras se diseñan algoritmos para gobernar afectos, elecciones, consumos y hasta amistades.
En el sur, en cambio, aún podemos distinguir entre innovación y servidumbre.
Podemos elegir qué imitar, qué adaptar y qué rechazar.
Podemos ver también cómo las “guerras por la democracia” son, en verdad, guerras por la representación simbólica.
Ucrania no es solo geografía: es una pantalla donde el relato occidental se juega a sí mismo.
Gaza no es solo un conflicto: es un teatro de justificación de la asimetría.
Pero aquí, lejos de esos escenarios, podemos ver cómo ambas narrativas están formateadas no para entender, sino para disciplinar la emoción global.
Y entonces podemos ofrecer algo distinto: una narrativa que no busca conquistar la verdad, sino hospedar la complejidad.
Una voz que no intenta monopolizar el sentido, sino abrir preguntas.
Porque no se trata de competir con las potencias.
Se trata de disolver la lógica misma de competencia como única forma de estar en el mundo.
Desde el sur podemos decir lo indecible: que el sistema está agotado.
Que la ONU es un decorado.
Que el dólar sobrevive por inercia, no por confianza.
Que las plataformas digitales han reemplazado a los Estados como ordenadores del deseo.
Y que la democracia formal, sin ética de la información ni soberanía perceptiva, es solo un ritual de legitimación vacía.
¿Quién más puede decir esto sin pagar costos?
¿Quién más puede pensarlo sin caer en cinismo?
Nuestra marginalidad puede ser nuestra ventaja.
Nuestra irrelevancia, nuestro refugio.
Porque cuando ya no hay nada que perder, se puede intentar lo imposible: decir la verdad.
Lo que el mundo necesita hoy no es otra potencia, sino otro relato.
Una visión que no busque imponer orden, sino revelar el caos estructural con elegancia.
Una narrativa capaz de interrumpir el automatismo del poder con ironía, precisión y belleza.
Uruguay puede ser eso.
No un faro.
No una cumbre.
Un espejo.
Y en el reflejo, que el mundo se vea tal como es: desbordado, frágil, absurdo.
Tal vez entonces empiece algo nuevo.
Desde el sur.
No para abajo.
Sino hacia adentro.
Para todos.
Tacitus Australis | Montevideo | Agosto 2025
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